Las noticias diarias informan de estériles relatos que no hacen al enfoque profundo de un país dividido: el que apoya un liberalismo social republicano o el que promueve un proyecto populista de vida. Esta es la cuestión que se dirime en las próximas elecciones, para bien o mal. Por eso debemos sacarnos la máscara y mostrar el rostro.
La República Argentina nació con los vientos libertarios de la Constitución de los Estado Unidos de América de 1787 y la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de Francia de 1793. El ordenamiento jurídico norteamericano ilustraba los conceptos de república, federalismo y división de los poderes; la declaración francesa sostenía los principios de la libertad individual, semilla indispensable de los actuales derechos humanos, que hoy nos rigen enumerados en los primeros cuarenta y tres artículos de la Constitución Nacional.
Nuestro país recibió ese legado a través de los librepensadores de los siglos XVIII y XIX y lo consagró en la Revolución de Mayo. Estos principios se respetaron y ampliaron en la Asamblea del año XIII, en la Declaración de la Independencia de 1816, en el proyecto constitucional de 1819, en la Constitución de 1826, y en la actual y vigente de 1853, con sus reformas de 1860 y 1994, refrendados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en diciembre de 1948. Es el liberalismo social republicano moderno, instalado en los países más avanzados de la tierra.
Del otro lado, el populismo; instalado en los países más atrasados de la tierra. El populismo ya germinaba en nuestro país en el siglo XIX antes de que los filósofos lo hicieran doctrina. Sin saberlo, los caudillos de la anarquía y el propio Juan Manuel de Rosas fueron populistas. Para el populismo el pueblo es homogéneo, desprovisto de discordancias o disensos. No es una suma de voluntades autónomas, sino una construcción monolítica, que viene desde el fondo de la historia, de raíces folclóricas, que se recibe sin análisis racional. De ahí que el líder populista, dueño de lo que considera la verdad única, no admita contradicción a sus designios, que considera la concreción de los deseos de todo el pueblo masificado, según él los interpreta. Los populismos se oponen a la política representativa, a la que consideran usurpadora de la democracia y de la soberanía del pueblo, y definen como la oligarquía.
Para el líder populista, los buenos son el “nosotros” —el pueblo como voluntad homogénea representado por el líder, expresado por su boca—; los malos son el “ellos” —los representantes que han secuestrado la democracia bajo el corsé de las normas—. De ahí el verticalismo, que es un rasgo populista que lo acerca al despotismo y lo excluye de la democracia de gestión y del concepto de república. Es vertical aquella organización que está fuertemente subordinada a su estrato superior máximo. Las ideas y las acciones de sus militantes estarán diseñadas por los designios de ese superior máximo, el líder. El líder es jefe y orientador de la masa de adeptos.
Los líderes pueden ser carismáticos —como Perón o Mussolini— o rudos —como Rosas o Hitler—, pero en todos los casos hay una calidad invariable, su palabra es ley; no se discute, se aplaude, se cumple y, si es necesario, se hace cumplir. Goebbels sostenía: “Los votos ya no importan. Sólo el Führer decide”; “Yo soy Chávez, soy el pueblo”, decía el caudillo venezolano; “el fascismo es todo el pueblo italiano”, sostenía Mussolini; “la verdadera democracia es aquella que hace lo que el pueblo quiera”, discurseaba Perón. No admiten la alternancia en el poder. Los líderes tienden a mandar indefinidamente y para ello no tienen otra alternativa que burlar o destruir las instituciones democráticas.
Es condición necesaria del populismo para su propia subsistencia tener el conocimiento y control de la opinión pública. Para ello debe tener el líder un manejo directo de los servicios de inteligencia, perseguir a los periodistas díscolos, implantar en forma directa o indirecta la censura y establecer un gran aparato de propaganda del estado, al mejor estilo de Raúl Alejandro Apold o de su mentor Goebbels.
Las políticas económicas populistas estuvieron siempre signadas por estatismo, proteccionismo, intervencionismo, estímulo al consumo interior, control de precios, barreras al intercambio con el exterior y control monetario. El Estado es el árbitro de las actividades económicas y de la justicia social, el repartidor del dinero. Pregonan una economía conductista que se sitúa en las antípodas de las economías de mercado.
Si bien en todos los tiempos y en todos los gobiernos se han cometido ilícitos —nadie está libre de la delincuencia—, prospera con rapidez la rapiña en estos gobiernos, que por su estructura se manejan con la suma del poder público y sin controles, aspiración siempre presente de los populismos.
¿Encaja el populismo con los principios democráticos y republicanos de la Constitución Nacional? ¿Aspira a la diversidad o al totalitarismo? Y la gran pregunta: ¿El sistema populista es más ventajoso que el del estado de derecho? Los voceros populistas han sostenido que la Constitución Nacional es una antigualla liberal y debe modificarse o desecharse para adecuarse a estos tiempos y a las necesidades sociales de los pueblos. Se les ha respondido que, en realidad, lo que buscan so pretexto de modernización, es disminuir las trabas que nuestra carta fundamental pone a sus intentos de supremacía, abuso de poder, extensión de los mandatos y menoscabo de los derechos individuales; y que la constitución vigente tiene la suficiente amplitud de miras como para que se pueda avanzar en amplios e innumerables proyectos sociales y humanísticos con el solo límite del respeto por el derecho de los demás. La praxis populista aprueba la democracia electiva, a la que acepta como instituyente, pero no continúa con una democracia de gestión. La idea es que quien gana las elecciones, aunque sea por un voto, se convierte en la encarnación del pueblo en el gobierno. Es la antítesis del Estado de Derecho, donde gobierna la ley representada por el candidato elegido. No existe gobierno democrático sin la inclusión de las minorías y control de gestión. Los gobiernos populistas piensan que el hombre está subordinado a su comunidad de pertenencia, a un pueblo homogéneo, proveniente del fondo de la historia; mientras que la democracia representativa instala como protagonista a una sociedad diferenciada, plural y cosmopolita, donde cada persona tiene un valor propio por encima del criterio dominante y un derecho a ejercerlo dentro de los límites legales. Son dos visiones distintas del mundo. Esta es la gran grieta.
Dejando la doctrina y la historia y penetrando nuestra oscura realidad, se observa la empecinada lucha del actual gobierno contra el poder judicial. Podría entenderse, entonces, que el límite de la embestida se limita a zafar a la Vda. de Kirchner de su necesario viaje a Ezeiza. La realidad demuestra que ese es un pensamiento inocente. El plan de la multiprocesada, que ejecuta a través de su gólem de barro, va mucho más allá de una esforzada búsqueda de impunidad, va por todo el orden institucional argentino, incluida la Constitución Nacional, último escalón de la arremetida populista, como ya anticiparon sus mediáticos lenguaraces jurídicos. El plan completo es, partiendo de un triunfo electoral que les dé amplias mayorías, corroer el sistema republicano federal de gobierno, y dueños del ejecutivo y del legislativo ir por los organismos de control y por el poder judicial, para así detentar la suma del poder público. Alcanzado este escalón se perpetuarán en el gobierno —previa reforma o supresión de la Constitución Nacional— y ya no hay regreso posible a la vida civilizada, salvo la violencia que implicaría ejercer el derecho inalienable de resistencia a la opresión. Es la cruda realidad que nos enseña la historia.
Estas alternativas se juegan en las próximas elecciones, donde cada argentino deberá asumir su responsabilidad.
Carlos Laborde
Abogado y escritor
Escrito por: Carlos Laborde