El gran Tato Bores se ocupaba de un país desaparecido, llamado Argentina, y de un arqueólogo que intentaba dilucidar las causas de su ausencia de la faz del planeta. Pasaron muchos años y, al parecer, no logramos instaurar los mecanismos para que tal calamidad no ocurra. Vamos camino a la premonición del cómico y esto nos lleva a hacer algo de arqueología política.
El abismo que dividió profundamente a los argentinos nace en 1945. Allí se discutió la preeminencia entre la democracia liberal (con todas las carencias que arrastraba) y el corporativismo fascista. O, visto desde la óptica del relato, la explotación frente a la justicia social o, en el lenguaje del tiempo, Braden o Perón. Sin embargo, en aquella época, a pesar de fallas reconocibles del sistema, Argentina era uno de los países más adelantados del mundo, con bajísimo índice de pobreza, superávit económico, seguridad interna e instrucción pública de excelencia. Esto se olvida con facilidad.
Con el golpe del 4 de junio de 1943 y las elecciones posteriores se instalaron ideas muy lejanas al republicanismo, que convirtieron aquellas señaladas carencias en insignificantes a la luz de lo que venía. Por un lado estaba “el pueblo”, entidad única e indisoluble, liderado e interpretado por su caudillo, Juan Domingo Perón; y por el otro, los radicales, socialistas e independientes, llamados genéricamente “contreras”, “cipayos” o “vendepatrias”.
Perón, encumbrado al poder por el golpe nazi-fascista del cuarenta y tres, pero luego validado masivamente en las elecciones libres de 1946, instauró un régimen de estructura mussoliniana, sostenido por la corporación sindical —la Confederación General del Trabajo es la columna vertebral de nuestro movimiento, decía el líder— y apoyado por otras corporaciones; tales como la Iglesia Católica —aliada en la importación de nazis en huida a estas tierras (*)—; la casta militar, con gran predicamento del líder entre la suboficialidad; y algunos empresarios prebendarios, iniciadores de la gran burguesía nacional.
Con respecto a la estructura constitucional preexistente, Perón fue muy práctico: reemplazó la administración de justicia por jueces serviles y obtuvo en elecciones las mayorías de las dos cámaras legislativas para manejar ambas.
Como colofón y para asegurar la posteridad, con esos elementos reformó la Constitución Nacional en 1949 y aseguró su continuidad en el poder con el permiso de reelección indefinida. Condujo así diez años de gobierno con la suma del poder público, avasallando según sus deseos y necesidades políticas los derechos individuales que se le pusieran por delante, instalando la censura, la delación, la cárcel para enemigos políticos, la clausura o absorción de periódicos e, inclusive, la práctica de la tortura (**). Se estableció la terrible dualidad de la grieta: o se estaba con el pueblo, o sea, con el líder y sus “descamisados”; o se estaba con el antipueblo: los “contreras”, “cipayos” y “vendepatrias”. Populismo de biblioteca.
De no ocurrir el golpe de 1955, Perón habría continuado en el poder hasta su eventual muerte o hasta que se le diera la gana. El concepto populista es muy claro, si me votan yo sigo y hago lo que quiero. Para el peronismo, las minorías no tenían ningún derecho, por eso repudiaban la Constitución de 1853 que sí se los concedía y ponía límites a los abusos de las grandes mayorías.
Juan Domingo Perón evidenció su personalidad y creencias en la ruta de su exilio: Paraguay de Stroessner; Panamá, de Remón; Nicaragua, de Somoza; Venezuela, de Pérez Giménez; y República Dominicana, de Trujillo. Una ruta de dictadores, algunos también sádicos asesinos, para terminar instalado en la España del Caudillo Francisco Franco. Perón tenía muchos países democráticos donde exilarse, tanto en Europa como en América, pero prefirió la bendición de los recién nombrados; o, al revés, fueron los únicos que lo aceptaron.
Luego del golpe del cincuenta y cinco se derogó la Constitución de 1949 y se reinstauró el derecho anterior, aunque mancillado por la proscripción del partido peronista. Este hecho ensució los que fueron los años más exitosos de nuestra historia reciente. Los gobiernos de los Dres. Frondizi e Illia, aunque truncos por sendos golpes militares, estabilizaron el país con buenos momentos en instrucción pública y prestigio para sus universidades; con bajo índice de pobreza; con poco desempleo; creciente desarrollo en las provincias; buena seguridad interna; y un razonable servicio público de salud. Fueron años de un país en despegue, donde se vio por última vez —y los jóvenes lectores se lo pueden preguntar a sus padres y abuelos— el progreso social y económico a través del mérito y el esfuerzo; el trasvasamiento social: niños nacidos en hogares pobres que gracias a su empeño, al lúcido deseo de sus padres y a la educación pública gratuita y obligatoria, alcanzaron títulos de grado, conocimiento y prestigio.
Hasta que todo acabó, con el nuevo golpe militar cuasi teocrático y ultra corporativista del militar Juan Carlos Onganía, que contó con el apoyo del sindicalismo peronista y las corporaciones empresarias. Y a partir de ahí el descenso fue continuo e inexorable, con el agregado del baño de sangre de la década del 72-82.
El peronismo político reaparece en escena en su período agonal: la lucha armada. Perón, que desde su exilio había apañado a las formaciones especiales, vuelve a la Argentina y obtiene con amplia mayoría la presidencia de la república por tercera vez. Advierte entonces que esos “buenos muchachos” que antes aplaudía se han salido de madre, que ya no responden a los “mandos naturales”, que hacen del crimen político un ejercicio cotidiano, y generan actos terroristas vistiéndolos de revolución nacional. De formación castrense al fin, Perón no está dispuesto a soportar estas cosas y admite una solución que es nafta sobre fuego: una fuerza parapolicial que combata a aquellos muchachos díscolos; y así nace la organización criminal conocida como Triple A.
Cuando esta lucha interna llega al paroxismo, cuando vuelan en explosiones cuerpos desmembrados y todas las mañanas aparecen cadáveres abandonados en las cunetas, los militares entienden que nuevamente ha llegado su turno y generan el golpe de marzo de 1976, cuyo historial de degradación y crimen, por lo conocido, dejo a los señores lectores.
Una cosa corresponde decir: en 1955 los militares derrocaron a un déspota con aspiraciones de perpetuidad, pero en dos años llamaron a elecciones y asumió un gobierno civil, aunque, ya se dijo, con el partido del déspota proscripto; en 1976, en cambio, dieron un baño de sangre y no ocultaron su aspiración de continuidad fáctica, hasta no diluirse ellos mismos en las consecuencias de su propia torpeza, incluida una guerra imposible.
Luego vino un oasis de libertad y republicanismo, el gobierno radical del Dr. Raúl Ricardo Alfonsín. Se creó la CONADEP para investigar los crímenes de la dictadura y se promovieron los juicios a los integrantes de las juntas militares y a los líderes de las llamadas organizaciones armadas, condenándose por igual tanto a los unos como a los otros, según a cada uno por sus distintos delitos. Sin embargo, el partido peronista, continuidad política del déspota muerto, no participó de la investigación de los crímenes ni apoyó los juicios; en cambio aceptó el decreto de auto amnistía que se habían dado los militares. Fueron los vendepatrias de antes los que lograron el juicio y castigo a los culpables, ejemplo a nivel mundial.
El fracaso económico del gobierno radical, fogoneado por un peronismo vindicativo, nos llevó, a través de los gobiernos de Menem y de los Kirchner, a la cleptocracia, sistema en que prima el interés por el enriquecimiento propio a costa de los bienes públicos, y al populismo. Durante Menem se mantuvo algo de la forma democrática republicana —bastardeada por la Corte de mayoría automática y la corrupción— y muchos fueron los reproches de conducta al presidente y a sus funcionarios.
Durante los Kirchner, se produjo un combo fatal para la Argentina: la superposición de una cleptocracia exponencial, que hoy se juzga en los tribunales con ya varios condenados, con un ataque despiadado contra la Constitución Nacional y, por ende, contra la forma democrática y republicana de gobierno. Instalaron, y estuvieron a punto de concretar en la ley, un sistema populista, agonal, de control total en manos del líder carismático que representa y expresa la voluntad todopoderosa del “pueblo”, entelequia que en la actualidad interpreta y guía la lideresa del movimiento. Desaparece la división de poderes, se busca la reelección indefinida del ejecutivo, se pretende elegir a los jueces por el voto popular y se somete al poder judicial al designio del ejecutivo. No hay lugar para otras ideas, la mayoría elige y manda. Las minorías no se tienen en cuenta. La lideresa es la intérprete de esas mayorías y obra en consecuencia. Esta es la línea que intenta el gobierno actual y por suerte no alcanza por ahora a concretar.
Asistimos en caída libre a los que tal vez sean los últimos meses de este atroz experimento, pero el riesgo queda latente por la impúdica colonización del estado que el kirchnerismo ha realizado en tantos años de gobierno y poder, y porque el manejo corporativo de sindicatos, desvalidos y fanáticos pronostican una dura lucha y un incierto final para cualquier gobierno que pretenda desactivar la trampa que tan cuidadosamente han colocado.
El país está económicamente devastado, institucionalmente dañado y moralmente disminuido. Al mejor estilo de Atila, nada han dejado en pie.
Avanzamos con los ojos vendados hacia una situación terminal.
¿Cuán cerca de la realidad se yergue aquella profecía de Tato Bores?
Carlos Laborde
Abogado, escritor.
(*) Goñi, Uki. “La auténtica Odessa”. Paidós. Págs. 129/136 y notas documentales.
(**) https://www.infobae.com/historia/2018/10/21/el-arte-de-la-tortura-es-no-matar-las-historias-secretas-del-comisario-lombilla-el-torturador-mas-temible-del-primer-peronismo/
Escrito por: Carlos Laborde