Promediando los años 60 Cañuelas no tenía radios ni periódicos. Entre Nosotros -fundado por Héctor Zabal en 1954- ya no existía y el boletín parroquial La Verdad salía con intermitencias.
Conscientes de ese vacío, José Luis Chiachio y Arturo Gallino Dungey decidieron lanzar un periódico que bautizaron El Ciudadano. En la portada de la primera edición aparecida el viernes 2 de octubre de 1964 prometían informar con responsabilidad, veracidad, nobles intenciones, patriotismo, ética intachable, energía y constancia. Vaya desafío.
Chiachio, el primer director, era empleado de la Municipalidad de Cañuelas en el área de Tránsito e Inspecciones. Gallino Dungey, el primer jefe de redacción, un porteño de amplia cultura, jubilado de la Caja Nacional de Ahorro Postal, aficionado a la poesía y a la historia, radicado a fines de los 50 en el barrio Sarmiento.
Fundar un medio en un pueblo del interior con las limitaciones tecnológicas de la época era una epopeya. Para conocer aquella gesta InfoCañuelas recurrió a Arnaldo Boccazzi, el primer armador del periódico.
“Chiachio tenía la plata y Gallino Dungey las ideas. Querían hacer un semanario pero ¿dónde? Se acercaron a la imprenta de Iturralde & Cariola, que era una típica imprenta comercial sin experiencia en armado de diarios. La Verdad y Blanco y Colorado, la revista del Club Cañuelas, se hacían en Lobos. Hugo Cariola me preguntó si yo me animaba a encarar el proyecto y enseguida agarré viaje, porque me iba a significar una mejora del sueldo” rememoró Boccazzi.
Arnaldo nació en Villa Lynch, partido de General San Martín. A los seis años perdió a su papá, Narciso Antonio, empleado de la empresa Grinberg en la sección de planchas de viaje y aparatos de radio. Estaba casado con una chica de Cañuelas, Celia Morfese, que de buenas a primeras cargó con la mochila de mantener la casa y criar sola a su pequeño hijo. Su modesto oficio de costurera fue suficiente para asegurarles abrigo y comida.
De su padre, Arnaldo heredó una colección de revistas D´Artagnan y El Tony con las que aprendió a leer antes de ponerse el guardapolvo. Tal vez por haber crecido entre viñetas, tipografías englobadas y colores desleídos, le fascinaba detenerse a mirar la vidriera de la primitiva imprenta de Rasmussen y Sella que estaba en calle Del Carmen, frente a la actual zapatería La Mundial. Se quedaba petrificado frente al amplio ventanal observando el hipnótico vaivén de la máquina plana que escupía afiches, volantes, estampas y facturas de comercio.
Un día, con 14 años, le llamó la atención un cartel que colgaba en la puerta: “Buscamos aprendiz”. Sin dudarlo traspasó el dintel y se presentó como candidato. Rasmussen, a esa altura el único dueño de la imprenta tras la desvinculación de Sella, le dijo que tenía que venir con su madre. Corriendo la fue a buscar a la esquina, a lo de Mendigochea, donde se entretenía mirando géneros. Juntos se presentaron en el salón de la gráfica, que los envolvió con su vaho mezcla de tinta y taller mecánico.
“Rasmussen conocía a mi mamá porque habían sido compañeros en la escuela, sabía que la estábamos pasando mal y me dio el trabajo. Él me enseñó lo básico del oficio. Después me siguió enseñando Hugo Cariola, que compró la imprenta junto con Juan Carlos Iturralde. Tuvieron suerte. Eran empleados y terminaron comprando el negocio en cómodas cuotas”.
Cuando aparecieron el gordo Chiachio y el lungo Gallino con su quijotesca idea de fundar un periódico, los imprenteros le derivaron el encargue a Boccazzi, que a falta de destreza en esos menesteres fue enviado da hacer un curso acelerado en la compañía Gráfex de la Capital Federal, de donde salía el diario El Mundo.
Según la modalidad técnica de la época, los titulares y gran parte de los avisos comerciales se componían letra por letra dentro de una especie de bandeja del mismo tamaño de la página. El cuerpo de los artículos, en cambio, se hacía con una linotipo, armatoste equipado con un teclado similar al de una máquina de escribir y un juego de matrices que producían una línea completa de texto en un lingote de plomo fundido. Esas tiritas metálicas se colocaban una debajo de la otra formando las columnas, de 10 cm. de ancho.
La imprenta de Iturralde & Cariola contaba con lo básico: cajones con cientos de tipos de distintos tamaños y formatos para componer los textos letra por letra, pero no tenía una linotipo que mecanizara esa función. De esa tarea, en los primeros años, se encargó José Galeani, un linotipista ya retirado que vivía en Vicente López. Se lo recomendaron a Boccazzi cuando hizo el curso express en Gráfex. Viendo en retrospectiva Arnaldo cree que quien en realidad operaba la linotipo montada en el garaje familiar era Carmen, la esposa de Galeani.
“Los miércoles se enviaban todos los textos con un comisionista y al día siguiente yo iba con Cariola en un Renault Gordini a buscar los bloques fundidos. Luego de armar cada una de las columnas y páginas, la impresión se hacía en la ´plana´ que manejaba Iturralde”.
Las crónicas enviadas los miércoles volvían a Cañuelas convertidas en líneas de plomo recién el jueves a la noche. Para la composición e impresión se trabajaba de corrido hasta el viernes a las 5 de la tarde. Ese engorroso proceso complicaba la inclusión de noticias de último momento.
Bocccazzi aporta un detalle pintoresco. Mientras se preparaba la salida del primer número, llegó una bomba: Charles De Gaulle, el presidente de Francia y héroe de la resistencia en la Segunda Guerra Mundial, visitaría la estancia San Martín de la familia Casares. Con todo el personal sin dormir y los nervios de punta, ya no había tiempo de viajar a Vicente López para pedirle a Galeani que produjera un artículo con semejante novedad. En medio del vértigo no quedó más remedio que componer la primicia manualmente.
“Eliminamos alguna otra cosa y metimos lo de De Gaulle. Yo mismo armé el texto, letra por letra, y Cariola le puso el título” rememora Arnaldo. Era un soneto compuesto por Gallino Dungey como bienvenida al ilustre visitante, que arribó a Vicente Casares el lunes 5 de octubre acompañado por el presidente Illia. “Gallino se acreditó y estuvo en la estancia. Como sabía francés, habló con De Gaulle, le hizo un reportaje y le entregó un ejemplar del diario”.
En 1969, a un lustro de la fundación, se produjo un salto de calidad que permitió bajar costos y acelerar de manera notable los tiempos de armado. Iturralde y Cariola compraron la primera linotipo que existió en la región, una Mergenthaler de origen norteamericano que perteneció al diario El Mundo y que sus trabajadores remataron tras la quiebra del matutino de editorial Haynes, a mediados de 1967.
Con esta innovación El Ciudadano ya no necesitó los servicios de Don Galeani. En su remplazo llegó a Cañuelas un linotipista uruguayo de apellido Cánepa que también había formado parte del diario El Mundo. Antes de emigrar a Venezuela, le enseñó los secretos de la Mergenthaler al joven Jorge Lanfranchi, cuyo padre, Osvaldo, un ferroviario de Norberto de la Riestra nombrado como guardabarrera en la Finaco, era redactor deportivo del semanario. Pero quien en verdad lo alentó a sumarse a la imprenta fue su vecino del barrio Obrero, Beto Barreto, encargado de la guillotina.
En ese momento Jorge estudiaba en la nocturna con Marta Garra como directora. Cada noche, al salir del edificio de la Escuela 1, se dirigía a la imprenta donde se instalaba hasta la madrugada tipeando los originales que entregaban los distintos escribas. Su recuerdo más vívido son los asados que se compartían los viernes en el fondo del taller cuando los diarios ya estaban plegados y empaquetados para el reparto. “Íbamos todos a comer, desde el director hasta los periodistas y los dueños de la imprenta. Cariola e Iturralde eran muy jodones. Gallino, en cambio, era muy serio y afrancesado. Chiachio era un gordo bondadoso y macanudo”.
De esos días de jodas y camaradería Jorge rescata un reto futbolístico que los rudos muchachos de la imprenta le hicieron a los atildados vendedores de Mendigochea, quienes tuvieron que completar su escuadra con una mujer porque no les daba el número. El duelo se ejecutó en el viejo Cajón de la calle Del Carmen, donde en simultáneo se preparaba un asado para el final de la contienda. “Les ganamos como 700 a cero”, resume Jorge entre carcajadas. Del tercer tiempo mejor no acordarse. Resulta que los Mendigochea boys concurrieron con una parva de parientes que en cuestión de minutos arrasaron con los manjares de la parrilla. “Nos tuvimos que ir a cenar cada uno a su casa”.
En 1968, cuando le tocó hacer la colimba, sus conocimientos del mundo gráfico le sirvieron para atravesar el trance con cierto acomodo. Reinaldo Bignone, el futuro presidente de facto en el tramo final de la dictadura, le encargaba planillas e inventarios que Lanfranchi confeccionaba en sus frecuentes escapadas a la imprenta de Cañuelas.
Al poco tiempo se casó y se mudó a Villa Ballester. Hugo Clavero tomó la posta de la linotipo. La imprenta ya estaba en el local de la vereda de enfrente, un galpón gigante que Iturralde y Cariola le compraron a Betisia Cherutti. El negocio era floreciente.
Gallino Dungey, el jefe de redacción devenido director, murió el 1 de marzo de 1975 en un accidente automovilístico en Paso de las Carretas, provincia de Mendoza. En ese momento era concejal del Partido Justicialista. Fue velado con honores en el salón de la Municipalidad. A pesar de su inocultable militancia partidaria, jamás usó el periódico para beneficiar a algún sector o castigar a otro. Altri tempi. Al cabo de su muerte se sucedieron algunos cambios de titularidad y un período de clausura durante el gobierno militar. Iturralde y Cariola compraron la marca y reanudaron las ediciones en 1977.
Desde Catamarca, donde transcurre su tranquila vida de jubilado, Boccazzi se muestra orgulloso de su participación en los orígenes de El Ciudadano. Tuvo el privilegio de llevar al papel la producción de periodistas brillantes, como Gallino Dungey y Carlos Narvaja. También resalta la figura de Cariola, a quien considera el “cerebro” del periódico en los primeros años. Cuenta que juntos diseñaron el logotipo que sigue vigente y que sin ser periodista, Hugo tenía el don natural de improvisar textos de los más diversos temas cuando la urgencia obligaba a rellenar huecos de alguna página.
A esos próceres de la pluma se sumaban los corresponsales y colaboradores como Osvaldo San Martín, Héctor Rivarola, Aníbal Fantino, Eduardo Labari, Miguel Suárez (el primer periodista local formado en el Instituto Grafotécnico), Carlos Martínez Campos (Campitos) y Tito Riva, entre muchos otros que hicieron realidad aquel lema fundador de la responsabilidad y las nobles intenciones.
Escrito por: Germán Hergenrether