Luis Herrera es un vecino de Carlos Casares, amigo de la infancia del Dr. Héctor Bornes, el primer médico bonaerense que cayó bajo la espada del Covid-19.
El viernes, a pocas horas de su fallecimiento, difundió una carta visceral en la que cuestionó al sistema político y de salud por no proteger a los médicos que le hacen frente a la pandemia con precarias herramientas.
Ayer fue estupor y tristeza infinita. Hoy, desolación y bronca. La muerte absurda, ilógica, la sinrazón, la irracionalidad y la desidia de los Estados ausentes, deficitarios, promiscuos, abandónicos y pintados de corrupción. Esa corrupción que mata y olvida.
El Dr. Héctor Manuel Bornes, “Chino” para sus afectos, no debió morir. Y no debió morir por una multiplicidad de razones. Porque fue un gran tipo, hijo, hermano, esposo, padre y amigo. Mi amigo no debió morir. Porque abrazaba con fervorosa vocación la medicina y el amor por las personas. Clínico de los buenos, hombre de permanente consulta de pares, estudioso, comprometido con su profesión y con sus pacientes.
Filántropo y proteccionista: amante de perros y gatos que en legión cuidaba amorosamente en su casa junto a Silvia, Sebastián y Manuel.
Y no debió morir porque era un deportista que disfrutaba del básquet y de la fotografía. Y no debió morir porque había encontrado un más elevado sentido a la vida viajando y conociendo. Sí, conociendo nuevas historias, culturas y costumbres que lo enriquecieron profundamente. Compartía esta nueva pasión con su esposa Silvia, su hermana Esther y su cuñado Luis María. Se había enamorado perdidamente de esa vida cuasi nómade que lo llenaba de plenitud y paz.
Así es. Mi amigo no debió morir. Porque su compromiso por mejorar el sistema público de salud era vital, y en esas luchas descarnadas peleaba hasta el hartazgo. Porque era crítico de su propio ecosistema y daba cuenta de la precariedad laboral, de los edificios derruidos, de los nuevos médicos con deficiencias en su formación, de los paupérrimos salarios de las enfermeras y enfermeros, de sus propios salarios que eran vergonzantes.
Hace unos meses me había exhibido un recibo de sueldo por la insultante suma de 15.000 pesos. Y también porque denunciaba abiertamente que el sistema no los cuidaba y era cierto. El Coronavirus, maldito bicho si los hay, fue su Espada de Damocles y así lo advertía a sus allegados. “Estamos en pelotas frente al COVID”, sentenció entre nosotros. Y así fue.
Así fue que el COVID se cobró la vida de mi amigo “Chino”. Una muerte por encargo, artera, solapada. Una muerte que encargó un nuevo sicariato que atiende a otros intereses. Los sicarios de la nueva política que son los mismos de la vieja política. Los actuales y los anteriores, los nuevos y los viejos. Distintas manifestaciones de una misma podredumbre que desaprensiva e ignominiosa viene a constituir lo que desde hace años defino como “políticas de menos de medio pelo”. La que hacen los bastardos y corruptos políticos que se dicen dirigentes.
Una banda de hdp que se cagan en todos y cada uno de los ciudadanos. Reitero: los que se fueron, los que están y casi con seguridad, los que vendrán. Parásitos que destruyen el Estado pero no del todo, porque ellos necesitan de él para vivir, cual garrapata cuida de mi perro Simón.
Qué mal paridos son estos tipos que mataron a mi amigo. Qué soretes son, escatológicamente hablando. Porque no lo cuidaron. Lisa y llanamente lo mandaron al frente de batallas sin defensas, “en pelotas”, como él acertadamente lo definió.
Entonces: ¿para qué los aplausos? ¿Para qué las evocaciones grandilocuentes de la dirigencia política tratando a médicos y enfermeros de héroes? Si ellos no quieren ser héroes. Ellos necesitan volver a sus casas sanos, ellos necesitan proteger a sus familias y seres queridos, ellos necesitan salarios justos y condiciones de trabajo dignas, ellos necesitan insumos, protecciones eficientes, cuidados, atención y ser escuchados.
Pero a no confundirse, hablo de los médicos y enfermeras que se juegan el pellejo, no de los que ejerciendo funciones directivas en los centros de salud perdieron la empatía y se han convertido en partícipes necesarios de estas muertes injustas. Porque no advierten públicamente la gravedad de la pandemia y las carencias y sólo sirven a los intereses mezquinos de esa dirigencia política que se nutre de la anomia y la desaprensión. Otros criminales a quienes les cierran la boca con plata.
Qué difícil se me hace esto. Mientras escribo, un bombardeo de recuerdos me cerca. Nuestras afinidades, nuestros gustos, nuestras mismas pasiones por la lectura, la comida y algunas bebidas espirituosas, por las luchas por las desigualdades y por las luchas desiguales. Por la vocación solidaria, por el voluntariado y un sinfín de etcéteras.
Recuerdo sus visitas a Carlos Casares cuando estudiaba medicina. Yo era bombero voluntario y él abrazaba idéntica vocación. Me había prometido su ingreso al cuerpo técnico como personal médico. Las vueltas de la vida hicieron que nunca más se radicara en Casares.
Y se me hace que éramos afines porque nuestras crianzas fueron muy parecidas. Su mamá Olga, religiosa y estricta como mi madre. Ambas sin ser íntimas, tenían un trato muy ameno y cercano, aún cuando profesaban distintos credos. Las dos, intensas, pero muy respetuosas. Y así fuimos nosotros también. Yo estudiaba en la vieja Escuela Nacional de Educación Técnica y él en el Instituto Comercial Mixto Juan XXIII, ambos éramos presidentes de sendos Clubes Estudiantiles; perfecta excusa para rajarnos de las clases cuando el tedio le ganaba a la inquietud filosófica que nos impelía a nuevos aprendizajes.
Mi amigo no debió morir y menos con esa urgencia de médico vocacional. Conservo, leo y releo sus últimos mensajes. Datan de las 12.50 del día de ayer. ¡Qué injusticia, por Dios!
Escrito por: Redacción InfoCañuelas