Había una vez una dulce anciana que acostumbraba a cocinar las recetas de su familia. La más pequeña de sus nietas solía colocarse a su lado y aprendía a esparcir aquí y allá la exacta medida de los condimentos, a palpar la espesura de la masa, a vislumbrar el punto de justo de cada hervor.
—¡Hoy cocinaremos “Arroz a la María Luisa”!— dijo la anciana en voz bajita mientras cortaba la acelga para mezclar con leche. Al compás de un inmenso cucharón de madera que hacía bailar en la gran olla, la dulce anciana recordó con ternura aquellas tardes en que su abuela María Luisa le enseñaba los secretos de cada una de las delicias que inventaba.
— Mi abuela María Luisa tenía unos ojos de avellana como los tuyos, mi niña— dijo en un susurro la dulce anciana. Y en un colmo de distracción, dejó el arroz en el fuego y corrió hasta su cuarto para volver con una inmensa caja de cartón gastado. De allí sacó unos retratos de personas pintadas sobre láminas viejas. La niña descubrió con sorpresa sus ojos de avellana en el rostro de una mujer de vestido azul que parecía sonreír en una impecable piel de marfil; sus largos cabellos rojizos en la bisabuela Inés; y sus manos huesudas en la foto de la primera comunión de su abuela Elena. Le urgía conocer qué pedacitos de aquellas anatomías antiguas habían logrado colarse hasta la suya, como valientes viajeros del tiempo metidos en su cuerpo como espías. Tuvo la fantasía de que su organismo era un rompecabezas hecho de distintas partes de todas aquellas mujeres y hombres de nombres perdidos que se amontonaban sobre la mesada entre los restos de aquel arroz exquisito cuyo aroma todos ellos habían respirado alguna vez.
— Así somos las mujeres. Como las mamushkas (*). Guardamos los ojos de avellana y las recetas del arroz— suspiró la dulce anciana mientras la niña se preguntaba qué cosa sería una mamushka. Como oliéndole los pensamientos, aquella le respondió: ‘Son mujeres que saben ahuecarse para poder guardar a otro adentro’.
Al día siguiente, en la escuela, la maestra anunció que en su vientre guardaba a una criatura y la niña no tuvo mejor idea que anunciar que “las mujeres que saben guardar a otro adentro son huecas como una Mamushka” con la convicción de que las teorías de su abuela siempre causaban impacto. Después de un silencio largo, sus compañeros asintieron cautivados y, pasado un buen rato, en todos los salones se andaba diciendo con cierto aire despectivo que la señorita de cuarto grado era hueca como una Mamushka, pese a que nadie tenía idea de qué se trataba aquello.
Al llegar a su casa, la niña comentó al pasar el hecho.
— Pero… ¿De dónde has sacado eso, mi niña?”— se alarmó la abuela al oírla balbucear los fragmentos mal hilados de lo dicho antes, cuando hilaba historias con la voz hecha un hilo. Entonces bajó de un armario la colección de muñecas rusas que le habían traído de Moscú. Cinco pelotitas de madera bien pintadas se guardaban las unas a las otras hasta dar con una bebita como última figura.
Estiró su dedo sobre la muñeca de mayor tamaño y le dijo:
— Esta es tu tarabuela María Luisa.
Abrió la figura de madera y de su interior tomó otra similar, pero más pequeña:
— Y ésta es tu bisabuela Inés, mi madre.
Hizo lo mismo con esta muñeca, extrajo una más pequeña desde adentro y con voz conmovida le dijo:
— Esta soy yo, Elena. Esta es tu mamá Andrea —dijo sacando la otra— y esta, pequeñita, sos vos.
La abuela inyectó en la niña, con cada una de sus pausas alargadas, la emoción de aquellas cuatro generaciones de mujeres que le prestaron su cuerpo para hoy tener ella el suyo.
Con la misma pompa con que abrió cada muñeca, la dulce anciana volvió a colocar una en el vacío de la otra, de mayor tamaño. Al colocar la penúltima dentro de la más grande le preguntó:
— ¿Te parece hueca esta muñeca que guarda dentro de sí a dos siglos de personas?
Al día siguiente, al abrir la puerta, la maestra se detuvo perpleja en medio del aula cuando una niña con ojos de avellana se estampó sobre su vientre y la abrazó en silencio. Un grueso par de lágrimas rodaba por las mejillas. Los compañeros la miraron sorprendidos. La pequeña no sabía cómo hacer para avisarles que las mujeres poseen el don secreto de poder guardar el tiempo.
Sarah Mulligan
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(*) Una matrioska, matrioshka, mamushka o muñeca rusa (ruso: ???????? /m??tr?o?k?/) es un conjunto de muñecas tradicionales rusas creadas en 1890, cuya originalidad consiste en que se encuentran huecas por dentro, de tal manera que en su interior albergan una nueva muñeca, y ésta a su vez a otra, y ésta a su vez otra, en un número variable que puede ir desde cinco hasta el número que se desee, siempre y cuando sea un número impar, aunque por la dificultad volumétrica, es raro que pasen de veinte.
Escrito por: Redacción InfoCañuelas