Había una vez una nena de largos cabellos castaños a quien le gustaba mucho jugar. Todo el día inventaba mundos y se metía en ellos pero los mundos más lindos que creaba eran los que le nacían cuando su papá llegaba muy cansado de trabajar.
Él se recostaba en el sillón del living a mirar el noticiero y cuando la nena aparecía corriendo y saltaba a sus brazos, el buen hombre sonreía, apagaba rápidamente el televisor y encendía el mundo de la imaginación. La nena se acurrucaba como un bollito en el hueco que su papá le dejaba en su pecho, y envuelta entre sus brazos, escuchaba sus lindos cuentos.
Cierta noche, su papá volvió más tarde que de costumbre. Su rostro, aunque ojeroso y fatigado, se veía especialmente feliz. Al descubrir que finalmente él había llegado, la nena de largos cabellos castaños salió a toda carrera de su habitación pero, cuando estaba por dar el salto hacia el sillón, frenó en seco. El hueco que el hombre le dejaba habitualmente estaba ocupado por un enorme paquete envuelto con un papel viejo y arrugado y rodeado de un simpático moño celeste. Su papá le dijo de lo más entusiasmado:
“Mientras mamita cocina
y mi pimpollo se arrima,
un libro de perfumina
se destapa e ilumina.
El diccionario se anima,
las palabras cobran vida,
todas juegan a hacer rimas…
corren, saltan y se enciman!”.
Y extendiendo los brazos con un gesto pomposo le hizo entrega del regalo más importante de toda su vida.
Un libro gigante de muchísimas hojas finitas con bordes dorados se abrió ante sus ojos. La suave voz del padre acompañó con su melodía a los dedos de la niña que rasgaban el filo de las páginas como si fueran las cuerdas de una guitarra y le dijo: “Este no es un diccionario cualquiera. Es un diccionario de SI-NÓ-NI-MOS”.
Al escuchar esto, la nena sintió que el fino borde de las hojas le hacía unas cosquillas, un grato calor le llenó el pecho y terminó entendiendo que su padre le había dicho: “Este no es un diccionario SINO: MIMOS”. La nena se quedó con la duda porque estaba segura de haber escuchado otra cosa, pero se distrajo enseguida porque su papá le hizo señas de que se acurrucara junto a él.
La nena rió alegremente, tomó el enorme diccionario entre sus brazos y lo acunó como a un bebé, mientras su padre la abrazaba a ella, como siempre. Sin embargo, aquella noche fue distinta de todas las otras noches y lo que sucedió fue algo inesperado.
Cuando su papá le dijo: “¿Vamos a armar palabras que riman?”, vio salir de sus labios un agradable olor a jazmines con forma de humito. El humo hizo un gran giro en el aire dejando una huella con la forma de un corazón y siguió viaje hasta donde ella estaba recostada y se metió en su pecho.
Ella lo sintió como un delicioso calorcito y terminó entendiendo: “¿Vamos a amar con palabras que riman?”. La nena se quedó un poquito confundida porque estaba segura de que había oído otra cosa pero enseguida se olvidó porque su papá estaba de lo más entretenido abriendo el diccionario que ella sostenía entre sus pequeñas manos.
El hombre comenzó a leer muy lentamente mientras repasaba con su dedo índice cada sílaba: “a-pa-bu-llo”. Cayó en la cuenta de que nunca antes había visto a su padre leyendo un diario ni un libro. Y sospechó que él habría llegado tarde porque estaba aprendiendo a leer y a escribir en alguna escuela nocturna.
Al imaginar esto, la nena de largos cabellos castaños valoró su esfuerzo y expresó lo que sintió: “Or-gu-llo”. El hombre le besó la frente y le respondió: “A-rru-llo”. El gato de color canela trepó por las piernas de la nena y se acomodó sobre el lomo del diccionario haciendo: “¡Miau!”. Ambos rieron y gritaron a la vez: “¡Ma-ú-llo!”.
La mamá se asomó por la puerta del living y comentó: “¡Qué barullo!”. El padre le hizo señas a la nena de que debían bajar el tono de voz, y ésta le dijo muy suavemente: “Mur-mu-llo”. Él le acarició la cabeza y le dijo: “Mi ca-pu-llo”. Ella se hundió en su abrazo y le dijo: “¡Me zam-bu-llo!”.
Y mientras ellos jugaban a rimar palabras, comenzaron a salir del diccionario y de sus bocas una infinidad de humitos de distintos colores que olían a flores y bailaban en el aire dejando a su paso toda clase de dibujitos.
Nunca olvidó la nena de largos cabellos castaños aquella noche, distinta de todas las otras noches. La noche en que su papá leyó por primera vez las palabras escritas en el papel. Esa misma noche en que ella aprendió a leer las palabras escritas en el corazón.
Supo, entonces, que las palabras son como frasquitos de perfume que se destapan al ser pronunciadas por la voz y despiden distintas fragancias según el sentimiento que contienen.
La nena creció y quiso acariciar a todas las personas con palabras sin barullo. Por eso se convirtió en una escritora de cuentos infantiles. Y, cada noche, antes de ir a dormir, les lee cuentos a sus hijos, que son sus pequeños capullos, y también a su papá que hoy es un anciano.
Y aunque los oídos de su padre ya no logran escuchar sino un muy leve murmullo, él sonríe pues comprende el lenguaje del corazón que su hija, al abrazarlo, le susurra con dulces palabras-arrullo.
Autora e ilustradora: Sarah Mulligan (Todos los derechos reservados)
Este cuento fue publicado en el libro: “El niño del corazón de fuego y otros cuentos” de Sarah Mulligan.
Facebook: Los Cuentos de Sarah Mulligan
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Escrito por: Redacción InfoCañuelas