Había una vez una niña de largos rizos del color de las naranjas que vivía en un pueblo de casas pequeñas con ventanas salpicadas de flores. Cada tarde, al regresar de la escuela, caminaba desde su casa hasta la plaza de los encinos. Su mamá la veía apurarse para salir a jugar, los vecinos solían cruzarla por el camino y algunos amigos la encontraban sentada en la hamaca pero nadie conocía la verdadera razón por la que jamás faltaba a la cita. Ocasionalmente, llamaban la atención las largas horas que pasaba meciéndose y la gran altura que alcanzaba al tomar envión desde el suelo.
Era posible verla estirando la punta de un pie hasta acariciar las hojas despeinadas del gran roble que se erguía en el cantero central. Era fantástico el arco iris que formaba el brillo del sol al impactar sobre el color de las naranjas de sus rizos. Era formidable escuchar la fuerza que cobraba el concierto de pájaros cuando lograba tocar las hojas con sus zapatillas blancas. Era increíble la pausa que hacía la hamaca cuando alcanzaba la mayor altura y se detenía unos segundos en el aire como si tuviese alas. Era cautivante observar a la muchacha, arrobada, diciendo palabras sin sonido y, a menudo, riendo. Algo misterioso sucedía cuando la niña rozaba con sus pies la verde melena de aquel árbol anciano. Pero nadie se sorprendía. La gente andaba demasiado rápido y no tenía tiempo de andar fijándose en detalles.
Lo que nadie sabía era que la chiquilla estaba comenzando a comprender el lenguaje de las aves. Cuando cerraba los ojos y la brisa la envolvía podía escuchar las novedades que estas voceaban en su propio idioma. Y al volver a casa, su corazón encendido por tantas emociones desconocidas era como un vaso rebosante de inspiración. El único modo que encontró la niña para no estallar en llantos o en risas exaltadas fue escribir en un cuaderno la belleza de la creación que los pájaros sabían anunciar cantando y que ella podía, de manera inexplicable, traducir al idioma de las palabras que usamos los humanos.
Sin saberlo, cada tarde vivida en los vaivenes de aquel columpio era como una entrevista a los pájaros viajeros que uno a uno se pasaban la noticia de la maravilla de lo creado: “Hoy las nieves se derriten en el cerro de Córdoba y mis primos están bebiendo el agua fresca del manantial”. “Ayer se abrió en pétalos relucientes la flor del ciruelo del jardín de Doña Ana y ¡vaya con qué vigor hemos visto inflamarse al primer fruto!”. “En lo profundo del cielo conocí a una nube con muchas habitaciones y volé entre sus pasillos que se parecen a los pasadizos de un castillo gigante y blanco”. “Hay una ola sonriente que arrasa con las caras serias de muchos niños pues al verla venir todos echan a reír, alborozados”. Estas y otras noticias se cantan los pájaros en las ramas de la arboleda.
Un buen día la niña caminó hasta la plaza como de costumbre, se sentó en la mecedora de siempre pero no se movió. Esta vez llevaba su cuaderno entre las manos. Miró a los colibríes ubicarse en un rincón del tronco, uno al lado del otro. También estaban quietos las alondras y los zorzales. Los horneros, acodados a las puertas de sus casas de barro, aguardaban callados. Como un pacto sin palabras, la niña abrió su cuaderno y les leyó en voz alta lo narrado. En respuesta a lo escuchado aquellos comenzaron a cantar. Luego, se abrieron en alas y la rodearon bailando para ella una danza impecable. Subían y bajaban ordenadamente como si hubiesen ensayado durante días una coreografía especial para la ocasión. Uno a uno, acariciaron con el calor de sus plumas el brillo anaranjado de sus rizos. La sinfonía agradecida de sus coplas abrazó a la menuda reportera que supo con encanto descifrar sus gorjeos. Al terminar el baile, la infinidad de aves que vivían en los árboles de la plaza se ubicaron con ternura a los pies de la chiquilla para escuchar el final del relato.
No supo la niña cuánto tiempo duró el baile ni en qué momento se juntó la gente del poblado a admirar el prodigio. Cuando la nena terminó de leer, un cerrado aplauso resonó a sus espaldas. El misterio de los cantos trocados en palabras había atravesado la serena indolencia de los hombres de aquel paraje. De pronto, conocieron lo que esos diminutos seres con alas les contaban cada mañana y ellos habían escuchado durante años sin comprender. La belleza se hizo inesperada noticia; el color de las flores, primicia y el frescor de los manantiales, el reporte de último momento.
La niña se convirtió en la reportera de los pájaros y cada tarde, al final de la siesta, cuando el sol se pasea entre las ramas de los encinos, una nena lee en suave y clara voz las crónicas de la hermosura de cada día embebiendo de poesía a los aldeanos de un pueblo de casas pequeñas con ventanas salpicadas de flores.
Autora e ilustradora: Sarah Mulligan (Todos los derechos reservados)
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Escrito por: Redacción InfoCañuelas