22 de noviembre. Cañuelas, Argentina.

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Las alas de mi patria

Cuento, por Sarah Mulligan. Especial para InfoCañuelas.

Había una vez un niño de ojos profundos del color de las violetas que solía acompañar a su padre a trabajar. Al niño admiraba al hombre  que sabía preparar mezclas milagrosas de arena y cal y le gustaba ver cómo las paredes más lastimosas se volvían nuevas y vibrantes al ritmo de sus manos agrietadas y fuertes. 

Una fría mañana del mes de julio, se marcharon muy tempranito hacia la Casa de Tucumán, el emblemático hogar de la Nación Argentina. El pequeño pensó que visitarían sus habitaciones, como en aquella excursión que habían realizado días atrás junto a los niños de la escuela. Pero no. Su papá había sido designado para restaurar las paredes del Salón de la Jura y debía hacerlo muy rápidamente porque la fiesta del Bicentenario se acercaba. El pequeño se quedó sentado en el piso junto a él, mientras se preguntaba qué habrían sentido aquellos hombres que se juntaron en ese mismo lugar cientos de años atrás a decidir los destinos de la gente, entre los cuales se encontraba el suyo.

De pronto, un gran estruendo lo despertó de aquella ensoñación. Un enorme pedazo de adobe se había desprendido de lo alto de la antigua pared, estallando a su lado en mil pedazos. El chico se apresuró a hurgar con los dedos entre aquellos escombros cargados de historia cuando algo llamó su atención. Un trozo de barro dejaba ver un inquietante objeto de madera clara en su interior. Mientras su padre continuaba sus labores, el niño lo sacudió contra el suelo para despegar los restos de adobe y descubrió una deliciosa caja con preciosas flores repujadas en la tapa. Un oxidado gancho de hierro, que logró descorrer muy fácilmente, la había mantenido sellada durante años. 

Al abrirla, el chico pudo reconocer unos palitos cenicientos que se deshicieron en polvillo apenas los tocó. Debajo de ellos, en el fondo de la caja, yacía una hoja doblada de papel envejecido.  Con cierto nerviosismo, lo abrió y, para su sorpresa, encontró una leyenda en tinta negra y algo temblorosa que decía: “He aquí el nido de un ave de especie desconocida que hallé en el tejado de la casa de los Bazán en el mismo momento en que estos importantes hombres de levita decidían que somos independientes de España. Desde mi puesto de soldado, en lo alto de esta residencia he sido testigo de todas sus deliberaciones, mientras sostenía entre mis manos a este retoño recién nacido para darle mi calor hasta que finalmente echó a volar. En esta caja, obsequio de mi madre, guardo algunas ramas del nido de esta avecilla naciente y la hundo en el adobe aun blando de la casa de mi patria nueva. Que al calor de cada ciudadano el ave naciente de mi Patria pueda un buen día volar. Emiliano Valdéz. Tucumán, a los 9 días de julio de 1816”. El niño y su padre no tardaron en entregar las inesperadas reliquias de la Independencia a las autoridades del Museo. 

El 9 de julio de 2016 por fin llegó y la ciudad de Tucumán se vistió de fiesta. El muchacho acudió con sus padres y hermanos a las celebraciones y agitó la bandera argentina enternecido por el nido de polvo que había sostenido entre sus manos como aquel soldado fiel, un día como ese, dos siglos atrás.

Mientras entonaba el himno nacional el pequeño miró el cielo que resplandecía sobre la querida Casa de Tucumán. De repente, un ave blanca de especie desconocida planeó sobre ella y luego se posó en el tejado. Dio unos pasos vacilantes que hicieron pensar al pequeño que estaba herida. Sin embargo, prosiguió su viaje y pasó rasante sobre la cabeza del pequeño hasta detenerse a unos pocos pasos de distancia. El chico caminó sigiloso, extendió sus brazos y la sujetó. El pájaro no opuso resistencia. Tenía las alas rotas y permaneció inerte en su abrazo, como esperando ser curado. El pequeño asistió al ave hasta que sanó y logró remontar alegremente su vuelo. 

En aquellos días, el pequeño debió acompañar una vez más a su padre hasta la Casa de Tucumán. Aún faltaban algunos retoques. El buen hombre preparó la mezcla de arena y cal y el niño tomó una buena parte de ella. Enterró entre las entrañas de aquella mezcla una pequeña cajita de madera con un papel doblado que supo escribir con temblorosa y conmovida tinta: “A los 9 días del mes de julio de 2016 he visto las alas de mi Patria. Heridas estaban y al calor de mis manos de a poquito las curé. Guardo una de sus blancas plumas en esta caja que hoy hundo en el barro blando del nido de mi Patria que crece y aún busca su libertad. Ernestito Pérez”.

Nunca más volvió a ver, el niño de ojos profundos del color de las violetas, a la criatura que con ternura cuidó y amó. Pero cada día, al mirar al cielo, anhela encontrar al ave de especie desconocida, con sus blancas alas extendidas en el cielo azul, volando sana y libre hacia la luz. 

Autora e ilustradora: Sarah Mulligan (Todos los derechos reservados)
Facebook: Los Cuentos de Sarah Mulligan
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Escrito por: Redacción InfoCañuelas