El 28 de enero de 1936 la lituana Patrovna Barasa (también mencionada como Barrasa y Barraza), una vecina de Hurlingham de 35 años, concurrió a las oficinas del diario Crítica, en la Capital Federal, para pedir ayuda. Estaba desesperada. Su hijo José, de 14 años, había desaparecido casi un mes antes, sin dar señales de vida.
Entre lágrimas y lamentos la mujer relató que el 20 de diciembre de 1935, mientras trabajada de empleada doméstica en una casa de su barrio, José se alejó voluntariamente del hogar. En el humilde rancho de cuatro paredes quedaron sus hermanos Dorita, de 3 años, y Oscar, de 6, viéndolo alejarse con rumbo desconocido.
En febrero José se presentó en la redacción de Crítica. En el bolsillo llevaba un recorte del diario con la noticia de su desaparición publicada unos días antes. Fue con la intención de contar su aventura en Cañuelas y el feliz reencuentro con su familia.
Por los caminos del mundo
En los últimos días de diciembre José sintió de pronto el deseo de andar, de alejarse hacia los caminos del mundo. En cada ser humano existe un recuerdo de esta naturaleza, de un día en que de pronto se sintió la necesidad misteriosa de caminar por una calle larga sin volver la cabeza atrás. Así hizo él. Su madre había salido a trabajar en una casa de la localidad de Hurlingham y él quedó sólo con sus hermanitos menores, Dora y Oscar. El muchacho estaba sentado en un tronco de árbol cortando una rama con un cuchillo. Movido quién sabe por qué impulso, tiró al suelo violentamente el cuchillo y dirigiéndose a su hermana Dora, lo dijo: “Chau, me voy para siempre...”. Y se fue. Dorita lo vio alejarse sin decirle nada. El muchacho llevaba una honda en la mano y se entretenía tirando hacia los árboles, piedras que recogía en el camino.
―Me fui porque quería trabajar. Quedándome en mi casa tenía que cuidar a los chicos como si fuera una mujer. A mí me gustan los trabajos de hombre. Hace ya tiempo que pensé irme y me daba rabia no resolverme de una vez. Además, mi madre no tenía a veces para darnos de comer. Salí de casa decidido y caminé tres días. No llevaba rumbo porque como no conocía nada, no podía decidirme por una cosa u otra. Comí lo que me dieron en las casas y dormí en los umbrales. Una mañana me encontré de pronto frente a una estación y tuve la idea de subirme a un tren. La estación era la de Temperley. Había un tren para salir y me colé en un vagón de carga. Cuando oí la campana del tren que partía y la locomotora que ya estaba en marcha, sentí ganas de gritar de alegría. Y al mismo tiempo, al pensar en mi mamá y mis hermanos, me dio mucha pena. Pero yo iba a realizar mi sueño y me distraje imaginando cosas...
En Cañuelas
Esta escena, contada con bastante claridad por el muchacho, inicialmente cohibido y luego más comunicativo al vernos amistosos, se parece a una novela. La vida en esta forma da la razón a los libros. No sólo las obras literarias se parecen a la realidad. La vida suele también imitar lo que crean los hombres.
Tras la inquietud de ser descubierto, el muchacho veía aparecer estaciones a través de las puertas de su escondrijo. El tren se detenía, cobraba de nuevo movimiento y el silbato se oía como una promesa de distancias. Cansado del encierro y deseoso de sol, se bajó en una estación al azar. Era Cañuelas. No desconocía el nombre del pueblo y silbando, se internó en sus calles.
―Caminé mucho rato― nos dice José. Tenía intención de pedir trabajo en algún lado y entré a un tambo a solicitarlo. El dueño, un señor Iribarne, me miró de arriba abajo, se sonrió y me dijo: “Bueno, quedate a trabajar conmigo”. Y me quedé. Pasaron los días. Me gustaba la ocupación que me dieron. Conducía y cuidaba las vacas, vestido con bombacha y zapatillas. Me acordaba de mamá y esperaba cobrar mi primer sueldo para escribirle y mandarle plata. El diario Crítica llegaba siempre al tambo y el señor Iribarne me lo pasaba a mí después de leerlo. Un día me llamó junto a él y me dijo:
―Ah, ¿con que te habías escapado de tu casa?
Y me mostró el diario del 29 de enero en el que aparecía el retrato de mi madre y el relato de sus penas. Le confesé todo y él me aconsejó bien. Me vistió con unas bombachas nuevas y en su automóvil me trajo hasta Lomas de Zamora. Cuando me despidió me dijo:
―Si te permiten en tu casa trabajar conmigo, te venís. En el tambo siempre vas a tener trabajo.
Y me dio el dinero para el pasaje.
Regreso a Cañuelas, con permiso maternal
José Barasa apareció en su casa ayer por la noche. La alegría de la madre no tuvo límites y el muchacho fue perdonado.
Hoy por la tarde sale rumbo a Cañuelas, en donde seguirá trabajando como boyero, según su propia expresión. Lo acompañará su amigo Oscar Figheras, también de 14 años, que quiere, como él, hacerse hombre. Lleva los mejores propósitos y quiere aportar dinero para su madre, que está en la miseria. El muchacho ya está como quería, en los caminos del mundo. La vida ahora lo moldeará hasta que se haga hombre.
Fuente: Diario Crítica, ejemplares del 28 de enero y 6 de febrero de 1936. Hemeroteca de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
Escrito por: Germán Hergenrether