Es justito allí donde se abrazan Mataderos y Villa Lugano, al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Es en esa geografía pincelada por monoblocks y casas bajas donde en 1999 Cristian “Pity Álvarez” -cantante de la banda “Viejas locas” y posteriormente de “Intoxicados”- configuró a Homero (en una canción que lleva el mismo nombre), el arquetipo de Obrero con un trabajo rutinario y monótono, siempre a punto de caerse de la clase media.
Cuando pienso en Homero, pienso en mi papá -y en las manos de mi papá-, un Homero construido a años de yugo.
Pienso también en mi abuelo Alfredo hijo de inmigrantes sirios, crecido cerca de los pagos de Pity, en la calle Corrales, Pompeya, pleno sur de la Ciudad de Buenos Aires.
Y así, pienso en todos los Homeros que habitan mi vida, esos que marcaron a fuerza de punzón (¿se acuerdan fuerza de la punta de los punzones escolares?) la idea del trabajo con sangre, sudor y lágrimas. Porque para todos aquellos que crecimos en familias con gente que escapó de la guerra y vino “a hacerse la América”, necesariamente tiene que haber sangre, sudor y lágrimas. Sino, queridos Homeros, será otra cosa, pero trabajo no es. Mi abuelo diría: “nena, a mí no me engrupís.” Y así, me engrupió a mí.
Entonces, recuperemos a Pity cantando Homero y pensemos si en alguno de esos versos no estamos nosotros tímidamente escondidos:
“Cuando sale del trabajo, Homero viene pensando
Que al bajar del colectivo, esquivará unos autos
Cruzará la avenida, se meterá en el barrio
Pasará dando saludos y monedas a unos vagos
Y dobla en el primer pasillo
Y ve que va llegando
Y un ascensor angosto
Lo lleva a la puerta del rancho
Dice estar muy cansado
Y encima hoy no pagaron
Imposible bajarse de esta rutina
Y se pregunta ¿hasta cuándo?”
En mi labor cotidiana como Orientadora vocacional y laboral, descubro muchos Homeros. Algunos reconocidos, claros, precisos, inmaculados, impolutos. Otros más difusos, ariscos, chúcaros, escondidos – y escondedores-, perdidos, enmascarados.
Recibo a muchas personas que sienten que su universo cotidiano se hizo pequeñito como un pañuelo arrugado, que se sienten “autómatas” que dejaron sus sueños bajo la almohada de la adolescencia y se sumergieron en la vorágine de la vida adulta, con kilómetros de cuentas que pagar, responsabilidades, mandatos y frentes a los que responder.
Son Homeros girando en la ruedita del hámster que camina –y se cansa– aunque está siempre en el mismo lugar. Son Homeros con ganas de cambiar y transicionar hacia nuevos horizontes laborales y/o profesionales.
En general, esas transiciones se viven como una sala de espera incómoda donde el turno no les llega nunca. Como un rincón árido, de paso y desolado donde siempre llaman antes a otro. Se vive como una especie de purgatorio definitorio que despierta incertidumbre, ansiedad, temor, duda, inseguridad y – por qué no– culpa.
El tránsito hacia nuevas etapas vitales y laborales, nunca es lineal, sino siempre sinuoso y repleto de obstáculos. A veces se piensa que un cambio laboral implica un punto bien dibujado en la hoja vida. Un punto definido – siempre de bordes claros –, ennegrecido, engrandecido y sobre todo, definitivo.
La propuesta que les traigo es planificar esas transiciones a partir de un plan de cambio definido y preciso que permita ordenar esa transición. También, asignarle tiempos estimados. Veamos algunas recomendaciones - ¿Dijo recomendaciones?- queridos Homeros:
• Planificar, siempre planificar. Elaborar un plan de cambio con objetivos, plazos de tiempo e indicadores de resultado, bien claros de antemano. Probablemente esto sea siempre estimado y movible.
• Para quienes deseen mudar de la relación de dependencia a un proyecto independiente: Explorar, experimentar y probar de que se trata trabajar por cuenta propia. ¡Ojo aquí! A veces esto es un espasmo, producto del agotamiento de la relación de dependencia o de jefes agobiantes. No todos tenemos habilidades listas para todos los formatos laborales y en tal caso, hay que trazar un plan que nos permita desarrollarlas.
• Soñar en grande, probar en chiquito. Evitar los cambios drásticos.
• Entrevistar gente que sí. Todos tenemos en nuestras redes vinculares, personas que nos pueden retroalimentar respecto de nuestras mejores habilidades y de nuestras mayores oportunidades de mejora.
• Identificar nuestro diferencial frente a otros. Es decir: ¿En qué puedo establecer una diferencia? ¿En qué soy un distinto? ¿En qué no da lo mismo que lo haga otra persona? ¿Dónde se nota mi huella singular?
• Reunirse con personas que nos puedan abrir una puerta laboral o que estén conectadas con otras personas que son quienes pueden hacerlo.
• Establecer plazos de tiempo en los que querríamos finalizar etapas de reuniones con personas que pueden abrirnos puertas laborales e ir monitoreando esos tiempos predefinidos.
• Definir primero el próximo ciclo laboral para elaborar luego un CV que nos cuente tal como queremos ser contados, realzando las mayores habilidades y neutralizando las áreas de vacancia.
• Evitar el envío masivo de CVs y en vez de “viralizarlos”, “vitalizando”, generando reuniones con personas que nos puedan abrir horizontes hacia un nuevo empleo.
• Aprender a frustrarse y tomar los “errores” como instancias necesarias (e ineludibles) para construir aprendizajes. Sugiero pensar que motorizar cambios, siempre conlleva ganancias porque (lo logremos o no) en el transcurso, aprendemos mucho de nosotros mismos y del entorno.
• Pensar los cambios y los momentos laborales siempre como “provisionales”, nunca eternos, sellados a fuego o tallados en piedra. Esto, alivia un montón.
• Apoyarse en la gente que sí. Hay vínculos que potencian, remolcan y amplifican nuestras posibilidades de cambiar. Hay otros que desmotivan, aplanan y opacan nuestros deseos. Hay mucha gente que sí. A veces están desdibujados, perdidos en la inmensidad del horizonte, pero están. Cuando los encuentres, agarralos fuerte.
En algunos pasajes, Pity dice:
“Homero está cansado
Come y se quiere acostar
Vuelve a amanecer y entre diario y mates se pregunta
¿Cuánto más?
Y es así
La vida de un obrero es así
La vida en un barrio es así
Y pocos son los que van a zafar”
Les propongo que nos quedemos con la idea de “zafar”:
¿Qué sería zafar? ¿Desatarse raudamente de un supuesto destino que nos toca según nuestro código postal? ¿Prender velas al azar para que lluevan loterías ganadas?
Tal vez zafar, pueda devolvernos algo de esperanza. Tal vez zafar se pueda relacionar con la posibilidad de construir una historia distinta, hackeando modelos previos, mandatos impropios, potenciando los instrumentos que tenemos, elaborando un plan, potenciando el sentido de la determinación, destinando tiempo específico a “cranear” ese cambio.
Zafar puede ser zafar de los monstruos que nos persiguen. A veces reales, otros figurados, fantaseados.
Zafar puede ser zafar de nosotros mismos y de las anclas que frenan nuestros movimientos.
Zafar puede ser alejarse de la gente que nos pone la traba.
Zafar puede ser animarse a dibujar recorridos distintos.
Zafar puede ser desatarnos y alejarnos de nosotros mismos.
Zafar puede ser zafar de ser Homero.
Zafar puede ser permitirse llorar a lágrima viva. Y como nos decía Oliverio Girondo: “Llorarlo todo pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. Llorar de amor, de hastío, de alegría.”
Yo lloré y zafé algunas veces. Otras no.
Aldana Neme
Directora de Rizoma Consultora
Orientadora Vocacional y Ocupacional.
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Sitio web: www.rizomaconsultora.com.ar
Escrito por: Aldana Neme